Durante el Estado absoluto, los jueces eran una prolongación del soberano, un delegado del mismo. Carecían de independencia y sus palabras eran las que hubiera pronunciado el Rey.
En el Estado Liberal, la participación de los jueces se determina en “El Espíritu de las Leyes”, de Montesquieu, cuando dice que el poder de los jueces es de alguna manera nulo y que no son sino la boca muda que pronuncia las palabras de la ley.
Entre el Estado absoluto y el liberal, los jueces sólo pasan de un dueño a otro, de la voluntad del Rey a la razón de la ley. El juez, en ambos casos, es entendido como un mero aplicador de la voluntad de una persona o de la voluntad general. Era un poder delegado o derivado y su dependencia le impedía ser despótico.
Muchas cosas han ocurrido en el transcurso de dos siglos y que han supuesto un aumento del poder de los jueces. En estos dos siglos surge el concepto que política y jurídicamente las leyes por si solas no abarcan la solución de todos los casos posibles, ni son siempre claras al utilizar un lenguaje vago y ambiguo. Esto le otorga protagonismo a los jueces pues, es necesaria la interpretación de estos al completar los vacíos y la estructura abierta del lenguaje de la ley. El juez decide ahora sobre el sentido de los términos legales. También los cambios sociales han obligado a la judicatura a asumir cada vez mayores responsabilidades.
La situación descrita por Montesquieu cambia. Los jueces ahora crean derecho, y de una manera restringida pero real, controlan a los restantes poderes, pero, como niños con juguete nuevo no quieren permitir que su poder sea controlado y se aprovechan de reflexiones doctrinales, más para justificarlo que para legitimarlo.
Los jueces tienen un creciente poder, y como muchos poderosos inexpertos, tienden a abusar y lo harán hasta que encuentren sus límites, cuando reconozcan la arrogancia y el despotismo en que puede resultar la falta de control, cuando entiendan que por Poderosos son presa de abuso y corrupción.
Como seres humanos que son, ese sentimiento de poder que sienten los jueces les genera el espíritu de cuerpo. Los jueces han pasado de la nada al todo, y esta nueva realidad exige reflexiones sobre la limitación que debe tener ese poder que se está desbordando y descontrolando.
Un ejemplo de este Poder desbordado y descontrolado es que ahora quieren controlar, no únicamente a los periodistas o a una empresa periodística, sino a la libertad de expresión misma con el absurdo concepto de garantizarle a un delincuente el debido proceso y asegurarle sus derechos. Por supuesto que nadie, en su sano jucio estaría de acuerdo en que no exista el debido proceso o la protección de los derechos individuales, pero de eso a alinearse a la par de un asesino cuya mejor prueba es que todos vimos las fotos del momento en que le quitaba la vida a otro joven por una camiseta es diferente. El juzgado se supone que es el asesino, no el periodista, que circunstancialmente vio la noticia, ni el medio donde se publicó. La ceguera de los jueces por mantener un mal entendido poder les está haciendo confundir la gimnacia con la magnesia y eso, es llegar al ridículo.
Una solución podría ser encerrar a los jueces en su tarea propia, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Evitando esos intentos de derechos gremiales y esas opiniones sobre temas de valores sociales y de interés general que les alejan de su función y que son improcedentes, así como lo es esa pretensión de la absoluta y mal interpretada autonomía de los jueces, si se gobernaran a sí mismos, el Consejo Nacional de la Judicatura pierde su origen y el legislador pierde legitimidad. Además se pierde un contrapeso esencial y se abre las puertas para que los jueces conquisten una porción del poder del Estado como un fenómeno gremial, lo que permitiría el resurgimiento del despotismo.
El mejor freno del excesivo Poder de los jueces podría ser que se regrese un poco a Montesquiu y Bastiat para recuperar el espíritu de las Leyes, que son lo más importante porque son la norma de convivencia aceptada por la sociedad, esto hará que los jueces dejen de verter sus propios valores en las mismas, pues el valor de las leyes no se encuentra en lo que creen los jueces, sino en el espíritu que el legislador les dio como representantes del pueblo.
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